De la Región del Cauca, me dijo una anciana que vivió en casa de los Palacios. Sí, de allí eran, todos lo decían, la abuela, la madre y los muchachos. Lo cierto es que la familia plantó su hogar de tablas y palmas en el pueblo. Todo eso ocurrió a fines del siglo pasado.
Puntarenas era entonces una pequeña aldea con rancherías, casas de madera sin pintar, calles sombreadas de naranjos y almendros, donde la arena gris y suave se refrescaba del sofocante calor recibido. La Gobernación, la Alcaldía y algunas otras casas de Gobierno o de gentes acomodadas, algunas de dos plantas, pretendían darle al lugar cierta elegancia urbana.
Puntarenas se extendía en aquella época desde lo que es hoy el Estadio Lito Pérez hasta Pueblo Nuevo, conocido hoy en día como Barrio El Cocal. La familia de Rosalía vivía cerca de lo que en un principio se llamó Casa de Salud, hoy clínica San Rafael. Quizás de esta vecindad, con el dolor de alguna que otra visita se luchaba por salvar vidas, floreció en ella, aquello que había permanecido oculto: su amor al prójimo, su entrega los que sufren, especialmente cuando veía morir a tantas madres en alumbramientos difíciles para los médicos de aquel tiempo. Muchas mujeres eran atendidas en sus casas por Comadronas sin ningún estudio, con el nefasto resultado de morir y que quedaran en el desamparo niños en su mayoría de hogares pobres.
Lo que aprendiera Rosalía en sus visitas a la Casa de Salud, y lo que traía innato de sabiduría para curar, junto a alguno que otro recuerdo de la raza a la que pertenecía, la hizo destacar, al hacerse presente en los ranchos o casas de madera y teja. Ahí donde había alguna lágrima, donde había lamento, donde el fogón no se había encendido, está la “Negra Chalía”, aquella mujer alta de pelo pimienta apretado sobre su cabeza, donde los oscuros ojos desafiaban la muerte y el dolor.
¿Cuántas veces recorrió las calles ardientes o húmedas del Puerto con sus enormes pies descalzos, de día o de noche, del Barrio o El Cocal? ¿Cuántas veces tocó a las puertas llevando un “gallito” para los güilas? ¿Cuantas veces corrió para asistir a parturientas, para cerrarles los ojos a un moribundo y hacerle el novenario?
Las madres recurrían a su sabiduría para curar una “pega”, para sobar un lisiado o bien dar un consejo sano en la crianza de los hijos o para “arrendar” al marido.
Muchas veces hizo esto y más. Abandonaba el trabajo diario de la casa, donde lavaba y planchaba la ropa de los señores principales para ir en auxilio de quien lo necesitara, volvía luego por la noche a la ramada del patio o dejar con blancura de espuma los trajes de lino, los cuellos engomados y los fustanes de seda y encaje. Pero su más destacada virtud fue la de compartir su pobreza con los demás; talvez la primera institución que veló por la niñez desvalida de Puntarenas estuvo encarnada en ella, que hizo realidad el pensamiento de Martí: CON LOS POBRES DE LA TIERRA QUIERO YO MI SUERTE HECHAR.
Profesora: Sra. Elsie Canessa Murillo.